El precio de la prisa: el auge de la inversión verde frente al déficit de resultados reales

(Por Ing. Guillermo Devereux) El mundo avanza hacia una paradoja inquietante: nunca antes se invirtió tanto capital en sostenibilidad y, sin embargo, nunca estuvimos tan lejos de cumplir el objetivo de mantener el calentamiento global por debajo de 1,5 °C.

La llamada Proyección Base de Baringa —una de las más respetadas dentro del análisis de escenarios energéticos— sitúa al planeta en una trayectoria de 2,5 °C, resultado de las políticas y flujos financieros actualmente en marcha. No se trata de un escenario catastrófico, pero sí de un espejo incómodo: refleja el desajuste entre el entusiasmo financiero y la magnitud del desafío estructural.

El informe de Baringa no describe un fracaso, sino una tensión entre ambición y escala. El capital verde fluye con fuerza, superando el billón de dólares en 2025 y duplicando las cifras de hace una década. Este crecimiento está impulsado por la expansión del capital de riesgo y la solidez de la deuda sostenible, pero aún así, no alcanza. La brecha proyectada es clara: para 2035, el mundo enfrentará un déficit de 1,17 billones de dólares si aspira a mantener la senda de 1,5 °C. En otras palabras, el dinero fluye, pero no al ritmo ni con la dirección que la transición exige.

Comprender la magnitud de este reto implica mirar al sistema energético que hemos construido durante más de un siglo. Los combustibles fósiles no son solo una fuente de energía: constituyen la base física y logística de la economía global moderna. Su infraestructura —oleoductos, gasoductos, centrales térmicas— ha sostenido el crecimiento, la industrialización y el bienestar contemporáneo. Pretender desmantelarla de un día para otro sería tan inviable como irresponsable.

La transición energética no puede concebirse como una sustitución abrupta, sino como un proceso de reconversión inteligente, donde lo existente se transforma en soporte de lo nuevo. Viejas redes pueden adaptarse para transportar dióxido de carbono capturado; plantas térmicas pueden operar como nodos de respaldo mientras se consolidan las energías renovables. La descarbonización, por tanto, no exige negar el pasado, sino aprovecharlo como base para construir el futuro.

En este proceso, el mapa de las inversiones muestra una clara concentración en tecnologías maduras como la solar y la eólica, que dominan la escena en Norteamérica y Europa. Son apuestas seguras, con retornos previsibles y bajo riesgo, prueba de que la inversión verde puede ser rentable. Sin embargo, la verdadera prueba de fuego se juega en otro frente: el de los habilitadores del sistema, es decir, las redes eléctricas, las baterías, el almacenamiento y las tecnologías de frontera que permiten la integración eficiente de la energía limpia.
Allí, el flujo de capital se reduce drásticamente. Los inversionistas, guiados por criterios de seguridad, priorizan proyectos ya probados o de refinanciación, antes que nuevas infraestructuras. Así, el capital se recicla dentro de un circuito conservador, en lugar de expandir los límites de la innovación. En consecuencia, intentamos construir el sistema energético del futuro con una mentalidad financiera del pasado.

El problema, entonces, no es la falta de recursos, sino la falta de alineación entre el riesgo y la oportunidad. El capital existe, pero se mantiene cauteloso, reacio a los terrenos desconocidos que requiere la transición. Para cerrar esa brecha, se necesita una arquitectura de políticas claras y predecibles que transformen el riesgo en inversión viable.
La reducción del 80 % de las emisiones proyectada para 2035 —según el escenario de Baringa— solo será posible si la política actúa como ancla de confianza: asegurando rentabilidad a largo plazo en proyectos de almacenamiento, redes, transporte y tecnologías limpias. Los fondos institucionales, diseñados para horizontes largos y rendimientos estables, son actores naturales de este proceso. Pero deben pasar de ser observadores a protagonistas.

En última instancia, la transición energética no se define solo por la tecnología o el capital, sino por la voluntad colectiva de sincronizar ambos bajo una visión común. No se trata de descartar lo que nos trajo hasta aquí, sino de redefinirlo con propósito.
Porque entre el vértigo de la urgencia y la inercia de lo conocido, el verdadero precio de la prisa no es económico: es el tiempo perdido en comprender que el futuro no se construye negando el pasado, sino transformándolo.

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